DIARIO DE MARÍA
Hijo, perdona hoy a tu madre que no sabe decirte nada, que no sabe orar, que no sabe ni estar contigo, que únicamente conoce este pobre oficio de estar cansada y decirte: Hijo, hijo, hijo... ¿Quizá te he desilusionado esta tarde? Me hubiera gustado haberte defendido mejor, haber sabido. Pero, allí, a tus pies, ¿qué podía ofrecerte sino mi esfuerzo por contener las lágrimas? Tú estabas muriendo y yo seguía viva. Ah, y hubiera necesitado gritar al ver tu sangre —¡la mía!— resbalar carne abajo hasta los pies, y luego gotear sonando silenciosa en el silencio de la tarde. Si al menos hubieras vuelto con frecuencia n hacia mí tus ojos... Pero entendí que no debías preocuparte entonces de tu madre. Estabas redimiendo. ¿Qué derecho tenían mis sentimientos a robarles un minuto a nuestros hijos, los hombres? Sí, hasta entendí que cuando te dirigiste hacia mí fuese para hablarme de ellos. De ellos... cuando eras tú quien moría, cuando mi corazón sólo tenía tiempo para estar en ti.